lunes, 27 de agosto de 2012

Rush hour

Me fui unos minutos antes para evitar el tránsito de la vuelta. Caminé por las veredas, crucé alguna avenida, muchas calles. Todo lo que tenía era la ropa que vestía. 
Estaba un poco apurada. No recuerdo adónde iba, tampoco si debía llegar a algún lado o si simplemente quería llegar (temprano).

Llegué al pie de una escalera, con la mano tomé la baranda y empecé a bajar los escalones. Bajé varios pisos, no los conté. Las paredes eran grises, el piso también. Cada vez que veía un descanso debajo saltaba, ganaba tiempo. Y seguía. En un momento solté la baranda y empecé a caminar por un pasillo. Aceleré el paso. No sabía adónde me llevaría y no estaba tranquila. Me di cuenta que estaba perdida. Y sola.

En la calle había gente, pero desde que me metí en este laberinto subterráneo apenas me cruzaba con hombres. A lo lejos me miraban. Creo que me gritaban y, aunque no los entendía (o tal vez porque los entendía), me puse nerviosa y empecé a correr. Corrí desesperada sin saber de qué huía; no podía parar. Corrí dudando que el camino me devolvería a la calle, pero corrí.

Subí escaleras -diferentes a las que bajé- y aparecí en una terraza. Parecía la terraza de un romántico café. Era primavera y los colores de las flores y las sonrisas de la gente me desconcertaron. Había una pareja tomando algo en una mesa; estoy casi segura de que nos conocíamos y que hablamos. 

Decidida a regresar -por fin-, empecé a caminar. Esta vez el ritmo era calmo, el apuro había quedado en el olvido. Puse una mano en el bolsillo y saqué unas llaves. "El auto", pensé. El auto estaba estacionado en la puerta de la oficina.

Ya era de noche. 

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