Quién soy.
Me llamo Victoria. Tengo veintinueve años.
Y no sé por dónde seguir. Recién venía en el auto, pensando
en todas las cosas que tenía para escribir al respecto y ahora no se me ocurre
ni una.
Estoy a punto de terminar un libro en el que nueve mujeres son
reunidas por su psicóloga. Ella está convencida de que “las heridas empiezan a
sanar cuando se rompen las cadenas del silencio.” Estas mujeres cuentan sus
historias: la mayoría de edades diferentes (desde 19 hasta setenta, creo), y
cada una con una experiencia de vida distinta a las demás. Esto es lo que pensé
después de leer a algunas.
Francisca. Aprende a vivir con la relación
con su madre porque, según ella, cosas así no se superan. Hace lo único
importante que podía hacer: quebrar la línea de la repetición, “mis hijas están
a salvo”, dice. Pensé en el “acto” de aceptar
y todavía estoy lejos de hacerlo, ni sé si estoy en camino. En principio, de
aceptarme. Dicen que se empieza por uno –quererse, respetarse–, así que tal vez
una vez que acepte quién soy pueda aceptar las cosas, hechos, personas. Creo que mi problema con la aceptación es que
no puedo verme ni a nada ni nadie realmente, sino a través de mis fantasías
(¿imaginación? No recuerdo el nombre que le puso mi psicóloga). Conocemos las
consecuencias: desilusión y enojo, con frecuencia. Con respecto a quebrar la
línea de repetición (escribí la línea de
repetir errores y cuando leí unos renglones más arriba la corregí), me
pregunto si es posible. Pienso en qué es lo que se puede cambiar.
Mané. Es una señora mayor que dice que quizás la solución esté en
tener un pequeño proyecto cada día Bien podrías estar viva o muerta cuando no
hay una razón para levantarse cada mañana. También dice: a veces solo pido eso,
una mano en el pelo antes de quedarme dormida para siempre.
El último tiempo creía que frases como viví la vida que deseás; los
únicos límites son los que inventamos; que lo único que tenemos el presente,
eso justamente, un regalo. Y más… Y cuando las escucho es como si me
inyectaran energía y ganas de generar, de construir, de amar. Pero después, por
algún motivo que no logro vencer aquello que me detiene, todo eso queda, a lo
sumo, anotado en un cuadernito en el que a veces –tal vez cuando me distraigo–
me animo a escribir. Yo confío en estas palabras, en su verdad, y también creo en
mi capacidad. Sin embargo, está ese algo que me frena –soy yo, ya lo sé– y eso es lo que me frustra
y muchas veces me hace sentir que “bien podría estar viva o muerta”. No sé cómo
luchar contra mí. O tal vez se trate de bajar la guardia y tenga que aprender a
reconciliarme (como decía arriba, a aceptarme).
Andrea. Es una mujer que tiene todo: es una periodista
exitosa (famosa), tiene una buena posición económica, un marido y dos hijos.
Sin embargo, se va al desierto sola porque necesita vacaciones de la vida real.
Supone que todos odiamos “la vida real”, y que sabemos cómo nos aplasta si no
la tomamos en dosis.
Esto me lleva directo a mis viajes, a todas las escapadas.
Hasta hace muy poco no las consideraba como tales, pero creo haber empezado a
ver que lo son. Que las necesito porque una vez que logro alejarme de la vida
cotidiana me siento mucho más liviana. No puedo identificar nada en mi forma de
actuar o ser que difiera de cuando estoy en “mi vida real”, sin embargo, mi
estado es bastante diferente. Por nombrar algo, me “animo” a conversar, a
conocer. Y vuelvo a escribir. Es tonto, pero es como si estando lejos no
hubiera nadie que fuera a censurar lo que tengo para decir.
Ya ni sé adónde quería ir con todo esto.
Entonces pienso en quién soy, en mi historia.
No puedo describirme. La semana pasada me encontré
comparándome con cientos de mujeres –todas reunidas en un mismo salón–. No
hablé con ninguna, solo con verlas sus vidas se mostraban fantásticas. Todas
ellas, plenas. Todas. Y también estaba yo. Eso es lo que me pasa.
Hemos hablado de la importancia de la palabra, y creo que
puede tener que ver con lo que dice la psicóloga del libro: “las heridas
empiezan a sanar cuando se rompen las cadenas del silencio”. Probablemente
podamos seguir jugando con la palabra y, con suerte (casi como por casualidad),
ver qué cadenas hay por romper.
Se trata de eso, de la historia. Tu historia.
Como siempre, ella lo dice así de simple. Me quedo pensando y no puedo más que darle la razón. Otra vez, me doy cuenta de que no soy capaz de leer entre líneas, nado en la superficie. Esta vez no me ahogo. Busco palabras, aunque me cueste oír algunas, empiezo a reconstruir.
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